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La Logia del Funebrero* (Cuento)

  • Foto del escritor: SANTIAGO LOUSTAUNAU
    SANTIAGO LOUSTAUNAU
  • 9 sept 2018
  • 8 Min. de lectura

Actualizado: 9 sept 2019

Mi viejo era un tipo muy escéptico. Descreía de las instituciones de todo tipo. No pertenecía a ninguna religión, partido político ni ideología.

Tampoco era hincha de ningún equipo de fútbol. Decía que el fanatismo había arruinado la estética y la complejidad de ese deporte. Los lunes por la mañana se burlaba de todos sus compañeros de trabajo, siendo él invulnerable a las cargadas ajenas.

Y así me educó a mí, en la increencia y el des-apasionamiento. Según mi viejo, mi abuelo ―su propio padre― era un enfermo fanático de Racing. Y eso le hizo acreedor de un lindo infarto. El pobre viejo murió gritando un gol, su último gol.

Desde que tengo uso de memoria, en casa las complicaciones eran el pan de todos los días. Cuando tenía ocho a papá lo rajaron de la constructora. Encima ya era grande y ninguna fábrica quería contratarlo. Creo que por culpa de eso se volvió un tipo más reservado. Mamá tuvo que salir a buscar trabajo, y lo consiguió más fácil. Papá se volvió cada vez más gris y descuidado. Salía a la mañana con unos papeles y volvía a la tarde mirándose los zapatos. Se encerraba en su cuarto, y hasta la comida ni lo veíamos.

Como todo hijo único yo crecí jugando solo. En la escuela nadie me daba ni cinco de pelota. Los profesores nunca se aprendieron mi nombre, y para colmo había unos pibes que me tenían de punto. Toda una mierda, salvo Miranda. Sus rulos y su risa son los únicos recuerdos felices que tengo del colegio. Más de grande conocí los libros: fue un día que papá se había olvidado de irme a buscar, otra vez. Pero yo terminé refugiándome en la biblioteca donde nadie me iba a joder. Pasé horas sumido en las páginas, soñando con ser un guerrero de los libros de Tolkien o Liliana Bodoc, un guerrero que se atreviese a enfrentar a los descarados que amenazaban su mundo.

Un día, mis viejos se pelearon, como siempre. Pero esta vez fue diferente: papá se fue de casa, y por un tiempo lo vi muy poco. Sólo recuerdo los domingos que me pasaba a buscar caminando —decía que el auto se le había roto, pero yo sospechaba que lo había ven-dido por dos pesos—. La mayoría de las veces íbamos a comer a un bar en la calle Güemes, siempre repleto de viejos grises; con el tiempo me fui dando cuenta de que mi papá era uno más de esos viejos.

Recuerdo que un miércoles sonó el teléfono muy tarde. Atendió mi vieja, que enseguida se puso a gritar. Al rato subió y me dijo:

—Acaba de llamar tu padre —siempre remarcaba esa última palabra, padre—. Dice que te vayas preparando, porque en un rato te pasa a buscar. Andá a cambiarte querés.

—Pero… —no pude contener mi alegría, sentía que me había ruborizado de pura felicidad—. ¿Adónde vamos a ir? ¿te dijo?

—Yo que sé. Seguro que a ese barsucho al que te lleva siempre.

Al rato sonó el timbre y yo corrí al en-cuentro de mi viejo. Lo recuerdo vestido con unos vaqueros gastados, una camisa celeste de colectivero incrustada debajo del cinturón, los cordones de los za-patos flojos como siempre, el pelo descuidado.

Dejando atrás el portazo con el que nos despidió mi vieja, él me puso una mano en la espalda y me dijo:

—Hoy vamos a hacer algo nuevo.

—¿Adónde vamos, pa?

—Al bar de Güemes —y mamá siempre tenía razón—. Tengo unos amigos nuevos para presentarte.

A partir de ese día, todos los miércoles, mi viejo me pasaba a buscar. Íbamos juntos al bar de Güemes, sede de La Logia.

La Logia era un grupo selecto de viejos tristes que se reunían frente al televisor del bar a ver partidos de fútbol. Lo novedoso era que se juntaban a ver parti-dos en diferido, partidos de fútbol grabados. Los unía una racional imparcialidad. Yo me sentía cómodo entre todos esos viejos. Vaya a saber por qué les caí simpático. Y encima, ahí, nadie me cargaba.

Nuestro líder era Tulio Spinelli, un fanático del antifanatismo. Mi papá me contó que Tulio trabajaba editando partidos de fútbol en Torneos y Competencias; seleccionado las mejores jugadas para los noticie-ros deportivos. Sin que nadie en su empresa se enterara, Tulio grababa en un casete algún selecto partido, y los miércoles lo llevaba a La Logia. Y no importaba de qué partido se tratase: mirábamos con el mismo (des) interés un River-Boca que un Talleres-Colón.

Pienso que esos dinosaurios eran un reflejo de la época, habían sufrido el rigor de la realidad: iban por su pequeño mundo, engordados, despojados de sus casas, con la ropa sin planchar y sus últimos pelos des-arreglados.

Spinelli siempre llegaba último. Subía despacio las escaleras, luchando contra los escalones. Y aparecía agitado y cargando un portafolio de cuero como los del correo de antes, ahí escondía el casete con el partido de la fecha.

Cada miércoles, antes de poner el casete, se tomaba su tiempo para introducir a los demás en el con-texto del partido en cuestión. Contaba por ejemplo que River venía peleando el campeonato, y que ahora se enfrentaba con Banfield, que estaba apretado en los promedios. Nos decía que prestásemos atención a tal o cual jugada. Nos explicaba que, si tal o cual equipo perdía, seguramente echarían a su técnico.

Estaba prohibido que cualquier integrante de La Logia durante la visión del partido mostrara preferencia por algún equipo. El castigo significaba la expulsión definitiva. De acuerdo con Spinelli, así como el fútbol era una obra de arte, el fanatismo era una mues-tra de estupidez. Siempre nos quedábamos después a tomar algún vino —por supuesto que yo no podía to-mar— y a discutir sobre el fútbol como arte impoluto.

Con el paso de los meses, en La Logia fue creciendo un ala intelectual, integrada por viejos profeso-res de letras y filosofía. Ellos postulaban que la obra de arte era el resultado también del metatexto ―utilizaron expresamente esta palabra rimbombante―: el fútbol no sólo era el partido, sino también los hombres que lo miraban. Postularon también que tal vez el fútbol sin gritos desde la tribuna sería como una comedia en la que el público no se ríe. Muchos se calentaron y abandonaron la Logia a las puteadas. Y ese fue nuestro primer y único fraccionamiento. Quienes nos quedamos seguimos con nuestra humilde reunión de una vez por semana, viendo partidos al azar, pero ahora fingiendo hinchar por alguno de los dos equipos. El procedimiento era el siguiente: al llegar se tiraba una moneda, y si salía cara el lanzador debía hinchar por el equipo local; si salía ceca, hincharía por el visitante.

Todo se volvió más emocionante. Nos enojábamos cuando “nuestro” equipo perdía, gritábamos, insultábamos al referí. Muchos sufrieron presión alta. Una vez un viejo casi se nos muere de un paro cuan-do Estudiantes le ganó de local a Gimnasia con un gol en el último minuto. Un día alguien lloro cuando “su” equipo se salvaba del descenso. Yo recuerdo haber sentido verdadera felicidad en un partido que Chacarita ganó y se puso puntero de la B Metropolitana.

Un miércoles cualquiera, todo cambió. Esa tarde, Tulio llegó especialmente contento. Raro. Nos dijo que nos traía una joyita. El último partido de la temporada 94 de la B Metro. Chacarita se enfrentaba con Tigre y si ganaba subía de categoría. Muchos ya conocíamos algo de ese equipo en el que sabían jugar fenómenos como Gnoffo y Leani. Tiramos la moneda y, por primera vez en la historia —cómo será el destino—, ¡todos sacamos cara!

Durante el primer tiempo, un travesaño nos hizo saltar de nuestras sillas. Hubo un penal para Tigre que el árbitro sospechosamente no cobró. Entendí que nos estaba favoreciendo, y no me importó. Tampoco me importó que no me importara: algo estaba cambiando en mí. Me acuerdo de haber mirado para el costado y verlo a mi viejo completamente compenetrado con el partido. Más atrás, Tulio Spinelli se comía las uñas, y Fermín El Alemán casi explota cuando Tigre metió un gol, que por suerte el lineman anuló.

La pantalla mostraba la tribuna de Chaca donde los hinchas saltaban hacia abajo y hacia arriba como si sus cuerpos fueran uno solo. Diferidamente nosotros, y sin ser conscientes, estamos haciendo lo mismo en ese bar castigado por la humedad.

Transcurría el segundo tiempo y el partido se guía cero a cero. Con un empate Chaca ascendía. Pero con un gol de Tigre debían comerse un año más en la B Metro. Todos estábamos muy nerviosos. Recuerdo que mi viejo insultó desaforadamente a un jugador rival. Nunca lo había visto así de sacado. Creo que me gustó, me gustó verlo a las puteadas y tirando piñas al aire. Pensé: tantas cosas te pasaron viejo, y nunca te vi ni oí putear. Ahora estrenaba su lujoso repertorio de forreadas contra un rival que no era el suyo, contra la imagen fantasma de algo que ya había pasado hace unos días, contra algo que no tenía remedio. Tal vez si hubiese hecho algo por su laburo, si hubiese hecho algo por su matrimonio, por ahí las cosas hubiesen cambiado. Pero no, no se le había movido ni un pelo. Siempre había sido tan frío, pobre. Parecía que la vida lo superaba. Pero ahí estaba mi viejo fuera de sí y exhibiendo una vena a punto de estallar. Pensé que, si mi vieja lo veía de esa forma, en una de esas le gustaría de nuevo. Mentalmente bendije al sector “intelectual” de la Logia, por la innovación que habían aportado.

Conocí la auténtica felicidad allá por el minuto cuarenta y uno del segundo tiempo cuando Mario Gómez lanzó al área una pelota enroscada que encontró la cabeza salvadora del Tano Leani. Y ese fue nuestro bautismo funebrero. El bar Güemes estalló. No sé cuánto duró ese instante, porque el tiempo mismo se volvió grito de gol. Lo pude ver a Tulio Spinelli sentado a un costado, con las manos en la cara y las lágrimas que se le escurrían entre los dedos. Lo busqué a mi viejo entre toda la maraña de abrazos, y lo encontré también en un rincón, llorando de alegría.

Y me miró. Y, por primera vez, lloramos juntos. En ese momento se me cruzaron mil cosas por la cabeza. Todas las cosas malas que nos habían pasado esos meses. Se me vino la imagen de Miranda, esa chica de la escuela que no me daba bola y que por ese entonces andaba con un pibe más grande. También pensé en Milani y su barra, unos pibes que no me paraban de joder por el hecho de que mis viejos se habían separado. Pero no lloraba por eso. Lloraba porque por primera vez en mi vida me sentía ganador. Me chupaban un huevo todos los que me jodían. Ahora, aunque sea, yo estaba ganando en algo.

No recuerdo qué pasó durante esos últimos cinco minutos de partido. Sí sé que sufrimos. Sufrimos, pero ganamos.

Y así fue como al final un viejo a los gritos de-mandó una ronda de cervezas para todos los de Chaca ―es decir todos nosotros―, y el festejo duró unas cuantas horas más.

A partir de esa tarde, La Logia cambió de espíritu. Pasamos a juntarnos cada quince días en el bar para ver los partidos de visitante, todos de rojo y negro de pies a cabeza. Cada quince días, también nos encontrábamos cerca de la cancha portando nuestra bandera amada con la inscripción:

La Logia del Funebrero.

Mis viejos no volvieron nunca. Estoy seguro de que, durante el resto de su existencia, papá tuvo tristezas; pero también alegrías. Porque eso significa ser hincha de un equipo, no todo aquello que pensábamos antes. Ser hincha es poder tener cada tanto, dentro de una vida triste, una alegría. Y que esa alegría, al menos por un rato, empañe todo el resto.

Por eso te quiero agradecer, viejo. Por mostrar-me que se puede salir de un mundo opaco.

Aquí vengo a despedirte con Miranda. Resulta ser que, a nosotros, a Miranda y a mí, también nos unió el amor por Chaca, viejo. ¿Podés creer?

Cumplo con tus deseos, y vengo a esparcir tus cenizas al lugar donde más alegrías viviste: la cancha del Funebrero. Que descanses junto a Tulio Spinelli, a quien misteriosamente le debemos una vida de pasión. Te voy a extrañar. Ojalá que, en tu paraíso Chaca gane todos los fines de semana. Nos reencontraremos ahí, y gritaremos gol, como esa primera vez en el bar de Güemes.




*Primer premio en el Concurso de Cuentos por el Centenario de la Biblioteca Popular 9 de Julio (San Martín de los Andes). Juradxs: Graciela Cros, Fernando Bogado y Pablo Gaiano.


 
 
 

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Fotografía de portada: Maria Clara Bustinduy

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